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Mundos íntimos. Soy una mujer trans. Aceptarlo tomó mi adolescencia, me sentía extraña en mi cuerpo. Por suerte, cambié.

Mi habitación no siempre fue color rosa. Apenas hace un año me decidí a pintarla con mis propias manos aprovechando el aislamiento social del covid-19. Por desgracia para esa brusca y enajenada adolescente confundida que supe ser, mi historia no es como las historias trans o travesti que se escuchan por ahí desde hace algunos años, cuando estos vocablos apenas comenzaron a vislumbrarse en el consciente colectivo.

Tengo vagos recuerdos de mi infancia. Aun así, no concibo en mi memoria haber usado un delineador antes de cumplir los 18, ni haberme probado ropa de mi madre antes de la pubertad (o primera pubertad, como me gusta decirle). Nunca se me cruzó por la cabeza jugar con muñecas o vestirme de princesa. Cumplía con todo lo que se espera de una persona socializada como varón. Bueno, casi todo. A decir verdad, siempre hubo algunas “incongruencias”: el muñeco de Power Rangers al que amamanté y le construí una mamadera con bloques de plástico, los juguetes de Icarly de la famosa tienda de hamburguesas norteamericana, las series de TV “para niñas”, la tendencia a relacionarme más con las chicas en el jardín de infantes y la primaria. Pero no dejaron de ser sino peculiaridades dentro de una vida hegemónicamente ligada a lo masculino. También veía “series de niños”, mis lazos sociales más sólidos eran varones y jugaba con autitos o armas de plástico.

Etapas. Waylla Belén Elia en un acto escolar cuando estaba socializada como varón.

Quizá lo más rimbombante de mi personalidad era el profundo odio hacia el deporte, especialmente el más característico del “macho argentino”: el fútbol. “¿De qué cuadro sos?” Detestaba esa pregunta. Al parecer la categoría “ninguno” se encontraba por fuera del léxico cotidiano. Las clases de educación física para mí eran un suplicio. Siempre me elegían última pues ¿quién iba a querer jugar con alguien que no tenía idea lo que era un córner? Practicar un deporte era sinónimo de pasar vergüenza y soportar agravios. Paradójicamente, comencé a encontrarle el gustito al fútbol cuando, llegada la secundaria, consolidé el grupo de amigos varones que mantuve hasta la huida de esa institución horrenda. De vez en cuando me sumaba a los picaditos que organizaban mis compañeros fuera de la escuela. Tal vez en forma genuina, o tal vez como mecanismo de supervivencia ante la soledad inminente, por un tiempo me dejé llevar ¿Acaso había algún otro motivo de charla en un grupo de varones cis de 12 años en 2014 además del “fulbito”, el Call Of Duty y los gameplays de veggetta? Después de todo, para una trava aún no asumida como tal y con amistades extremadamente volátiles, tener un grupo de amigos en el cual apoyarse era más que un lujo. Especialmente en las clases de gimnasia, donde aún hoy en 2021 impera la división por genitalidad.

En cuanto a mi orientación sexual, siempre pasó por las chicas, pero nunca del mismo modo que podía notar en mis pares. El hecho de no ir por la vida deteniéndome en los culos y las tetas de cualquier ser humano considerado femenino me trajo algunas inseguridades. Asimismo disfrutaba mucho la relación de amistad con mujeres, eran otra cosa; aunque en mi caso brillaran por su ausencia.

Habité gran parte de mi vida entre amistades superficiales y en soledad. Entraba muy seguido a sitios web como Wikihow, Yahoo! respuestas, Taringa, Enfemenino, y varios otros portales que mi memoria olvidó registrar. Ni siquiera recuerdo cómo terminé en ellos, pero sucedió. Me entretenía leyendo las dudas de otres adolescentes sobre su sexualidad y sus primeros pasitos en la vida íntima. He encontrado historias muy diversas. Así descubrí que también me gustaban los hombres. Es extraño porque jamás me había fijado en uno, pero estaba segura de que me atraían. Siempre despertaron mi atención los personajes homosexuales o “afeminados” en la TV. Al cabo de un tiempo comprendí mi bisexualidad. Tendría 12 o 13 años. Allí comenzaron las dudas y el vacío de certezas.

Waylla Belén Elia, adolescente, probándose ropa de su madre a escondidas.

A este inminente hallazgo le siguió una extraña sensación existencial que jamás se detuvo. Es propio de la adolescencia tener inquietudes respecto a la sexualidad, pero lo mío iba más allá. Sentía que algo no andaba bien. Mi forma de ser distaba ya bastante de la de mis amigos y no lograba sentirme incluida. Tampoco me encontraba conforme ni con mi cuerpo ni con su destreza.

La comparación con otros hombres era constante. Comencé a odiar ver tanto pelo atrincherado sobre mi piel, y un día rasuré parte de mi entrepierna. Esa sensación lisa al tacto me resultaba reconfortante y vergonzosa al mismo tiempo. No entendía qué me estaba pasando. Aquellos foros de internet iluminaban día y noche la pestaña de incógnito de Google buscando respuestas. Y un día sucedió. Ya no recuerdo específicamente cuándo, ni cómo, ni por qué, ni en qué lugar del gigantesco mundo del ciberespacio, pero di con la palabra. Esa palabra. Todas las sensaciones de desconcierto por las que atravesaba encontraron un cable a tierra. Un sinfín de nombres danzaron por mi retina: Jazz Jennings, Corey Maison, Luana, Tiziana. Trans. ¿Y si era eso? ¿Y si soy trans?

Mi primera reacción fue la negación. Me llevó un tiempo procesarlo hasta que pude ordenar los hechos: no me imaginaba en un futuro siendo padre o marido, odiaba usar traje en eventos formales, la depilación, la no pertenencia, mi deseo sexual ligado a los roles “femeninos” … todo cerraba. Me vi en la necesidad de contárselo a alguien, por lo que acudí a mis amistades más “cercanas”. Fue a los 15 años. Por desconocimiento o por ineptitud, no supieron escucharme. Y no les culpo. Yo tampoco estaba muy segura de lo que hacía. Eran tiempos donde las siglas ESI las conocían sólo algunas pocas almas privilegiadas. Más aún en una escuela privada y católica, donde tener levemente levantado el pantalón en días de calor exorbitante era motivo de sanción. Agradezco que al menos guardaron el secreto. Por fortuna, y después de tanto rogar, mi madre accedió a cambiarme de escuela (también privada y católica, claro).

A escondidas, mi yo verdadero se asomaba como podía. Recuerdo que descargué una aplicación para poder apreciar cómo me vería usando un vestido. Era lo más cercano a una imagen femenina que poseía en ese entonces. La depilación se convirtió en un hábito (excepto si usaba pantalón corto), hurtaba algunas prendas de mi mamá cuando no había nadie en casa e intenté dejarme crecer el pelo, motivo de conflicto recurrente con mi madre. En mi afán de tener una cabellera larga y voluminosa como la mayoría de mis compañeras, sucedió un episodio bastante jocoso. Leí en algún sitio web que añadir una cebolla en el champú aceleraría el proceso de crecimiento. Olía horrible, pero lo usaba en secreto. Un día olvidé guardarlo y mi hermano lo usó sin percatarse del contenido. No recuerdo ya que excusa me habré inventado, pero él terminó nauseabundo ante el hedor.

Al cabo de unos meses en la nueva escuela me hice de un pequeño grupo. Principalmente de una chica que pronto se volvió mi mejor amiga, y luego, mi primer y único amorío. Ella siempre supo la verdad, pero yo no estaba ni cerca de poder asumir socialmente mi identidad femenina. Éramos una “pareja heterosexual” vista desde ojos ajenos, y por desgracia, también los de ella. Valiéndose de mi confusión, no tardó en querer “sacarme esas ideas locas de mi cabeza”. Para colmo, mis hormonas alborotadas pujaban con vigor mi deseo sexual hacia el lado masculino. Duramos apenas ocho meses.

Lo más doloroso no fue terminar sino darme cuenta de que en todo ese tiempo me convencí de que lo que estaba atravesando era tan sólo una etapa, que yo “no podía” ser trans. Para ser trans tenía que saberlo desde pequeña, atraerme sólo los hombres, amar todo lo relacionado a la feminidad y amoldarme a todo eso que leía en internet sobre “ser trans”. La posibilidad de asumir mi identidad y luego arrepentirme me derruía por dentro. Comencé a ir al gimnasio esperando inconscientemente apaciguar esas “desviaciones” y recuperar una masculinidad que nunca existió. Por suerte duré apenas unos meses, hasta que pude hacer el clic.

Corría ya quinto año. Habían pasado dos años desde que la palabra trans se apoderó de mi vida. Un viejo amigo de la otra escuela se hizo presente más que nunca y me integró muy gentilmente a su nuevo grupo. Una noche de invierno nos encontrábamos en casa de su mejor amiga, y ella se ofreció a pintarme las uñas. La idea me fascinaba, pero tenía pánico de regresar pintada a mi hogar al día siguiente. El coraje me brotó de quién sabe dónde y acepté. Jamás olvidaré esa extraña sensación del esmalte negro abrazando la uña virgen, fue hermoso. Esa noche entendí todo. Esa noche, en esa juntada, en esa casa, en ese sofá, la realidad capturó al fin mi mente. Basta de mentirme: mi nombre es Waylla Belén Elia y soy una mujer trans.

En forma escalonada, fui transitando hacia mi presente. Abandoné el gimnasio, dejé de someterme por un buen rato a la peluquería, le di vida a mis uñas recurrentemente a través del esmalte, renové la vieja y disonante funda de mi celular por una empapada de tonos fucsias y transicioné mi guardarropa hacia uno más ajustado a mi persona. Mi madre solía enojarse porque recortaba mis remeras y pantalones cortos –ahora entenderás mamá–. Lo fui transmitiendo poco a poco, comenzando por mis nuevas amistades, quienes significaron una pequeña vía de escape que me mantuvo con vida hasta el día de la verdad.

Fue en febrero de 2020. Salí deprisa luego de almorzar para reunirme en el centro “Vivir sin Violencia” con la Directora de Políticas para la Diversidad de Morón, Ivana Gutiérrez. Me contacté con cientos de organizaciones LGBTTIQNB+ hasta llegar a Ivana. Ella me asesoró y logré iniciar a las pocas semanas mi tan ansiada terapia de reemplazo hormonal. Cuando volví a casa, ante el desconcierto de mi madre por haber desaparecido repentinamente, me sinceré. Para mi sorpresa, su reacción no fue la de años atrás, cuando ponía en tela de juicio la identidad de Flor de la V o de Lizzy Tagliani, sino la de una madre complaciente con los deseos de su hija. A su manera, claro.

Mi padre lo supo después por boca de ella misma, al igual que el resto de mi familia. El único advertido era mi hermano, quien se enteró apenas unos días antes en una situación parecida a la de mi vieja. Les llevó tiempo adaptarse a mi nuevo nombre y al igual que a mí, les tocó atravesar una etapa de negación e incertidumbre. Al resto de la civilización me di a conocer a través de un posteo de Instagram y sus posteriores repercusiones. Tarde o temprano todes debimos hacer el clic.

Cuatro años me tomó ser yo misma, recién a los 18 pude hacerlo sin tapujos. Me crié escuchando comentarios transfóbicos y observando cómo hasta los varones de mi propia familia se pasaban videos de alguna pobre travesti reducida al insulto y a la burla. Viví la etapa de deshumanización de Zulma Lobato en televisión abierta. Jamás escuché algo bonito sobre nosotras. Temía profundamente que me echaran de mi casa y no me quedase otra alternativa que prostituirme para poder comer, como le sucede a la mayoría de nosotras.

Por ello procuré ser mayor de edad y valerme por mí misma, creyendo ilusoriamente que el título secundario me serviría de algo. Hoy, recién a los 20 años, estoy atravesando situaciones que mis amigas vivieron de niñas. El miedo y el odio me arrebataron la adolescencia; me golpearon en más de una ocasión enfrentándome cara a cara con la muerte, especialmente con esa que llaman suicidio. Pero desde el instante en que pude gritar mi verdad, me prometí caminar hacia adelante a pesar de cualquier obstáculo. Por todo el dolor que debieron soportar mis ancestras para que hoy esté aquí, pudiendo compartir mi historia. Finalmente llegó el día en que la oruga se transformó en mariposa.

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Waylla Belén Elia (2001). Nacida y criada en Buenos Aires con el corazón enraizado en la Patagonia. Es estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de San Martín, apasionada por la historia, el arte y una activa militante por los derechos LGBTTTIQNB+. Incursionó en el mundo de la comunicación como redactora en la sección Género y Diversidad de la revista digital “Escritura Feminista” y con “Ahora, Nosotres”, una columna dedicada a la diversidad sexual con emisión quincenal en FM 89.3, la radio pública del oeste. También se desempeñó como bajista en diversos grupos musicales de Castelar. Desde 2018 forma parte del grupo solidario “Piuqué en Movimiento”.

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