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Mundos íntimos. Mi marido chocó. En el hospital me dijeron: “Si no se muere, el panorama es una cuadriplejia”. Nada de eso sucedió.

No creo en las profecías auto cumplidas aunque por años arrastré el miedo de que mi marido sufriera un accidente. Trabajé este pánico infundado con varias terapias y lo superé. Hasta que el dos de junio de 2005 me despierto a las tres de la mañana y siento el otro lado de la cama vacío. El pecho se me vuelve roca, me cuesta respirar. Bajo la escalera en cámara lenta, siento los pies helados sobre los escalones. Llamo al restorán, que Pablo tiene a quince kilómetros de casa, y no me contestan. Me asomo a la puerta pero la niebla me cierra la vista. Respiro el vapor y exhalo el aire tembloroso.

Entro a casa como robotizada, marco el teléfono de la comisaría. Es mi voz la que pregunta si hubo un accidente en el camino Centenario pero no soy yo la que oye que sí lo hubo. Me preguntan el apellido de Pablo, me confirman que tuvo un accidente y me dicen a qué hospital lo llevaron. En ese instante mi cuerpo se cubre de una especie de armadura, mi cabeza se mete adentro de una escafandra. Paralizo el sentimiento. Llamo al hospital y no sé cómo se me ocurre preguntar si está vivo. La respuesta me desarma: “Hasta que llegó, sí”. Respiro como puedo, el aire es de arena y el pecho me pesa.

Hoy. La familia de Natalia Brandi celebra siempre que puede la posibilidad de estar juntos.

Llamo a mi cuñada, le pido que venga a quedarse con los chicos. Saco el otro auto, el que no usamos porque anda horrible, y voy al hospital. No está, lo trasladaron para hacerle estudios. Me dicen que espere. Me tiemblan las rodillas de la fuerza que hago para seguir parada en el pasillo de la guardia, cada tanto las paredes se iluminan con las luces azules. Pienso a quién llamar. Tardo un rato en decidir quién podrá ayudarme en este momento. Necesito alguien que piense por mí, la niebla de la calle entró en mi cabeza.

Sigo parada en el pasillo, con el tapado beige, las zapatillas azules y la mochila de cuero gris. Aparece una médica y me dice que Pablo se quedó dormido mientras manejaba, se estrelló contra una columna de alumbrado del camino Centenario. Lo vio el patrullero de guardia en la estación de servicio de la esquina y llamó a los bomberos. La columna abrazó el auto de tal manera que el baúl, con el tanque de GNC, se incrustó en el volante. La puerta se abrió y Pablo quedó colgando a punto de tocar el pasto. El abrazo de la columna electrificó el coche. Los bomberos tuvieron que cortar la luz de la zona y agradecieron que Pablo no hubiera tocado tierra. Cortaron los fierros y rescataron el cuerpo que alcanzó a dar su nombre y el teléfono de la casa de su infancia, en la que no había nadie. Le inmovilizaron el cuello, lo cargaron en la ambulancia y hasta acá llegamos, dice la médica.

Empieza a llegar la familia.

Una enfermera me dice que puedo pasar a ver al paciente. ¿A quién? No, no quiero. “Puede ser la última vez que lo veas”, me dice mi mamá. La mochila gris me sostiene. Entro a terapia intensiva. Pablo está al fondo, en el único cubículo cerrado con vidrios. Camino sin mirar a los costados, la vista periférica apenas registra camas, aparatos y trajín de enfermeras. Pablo parece muerto pero respira a través de un tubo en la garganta, la cabeza vendada, un yeso desde el pie hasta la rodilla derecha, una cánula que le sale del pulmón. Entra un enfermero y me dice que parece un arbolito de navidad pero que no me asuste. Me explica cada uno de los tubos y mangueras, todos los ruidos de los aparatos y las luces. Hay un sonido que sobrepasa al resto, un fuelle, una respiración artificial.

Llegan mis cuñados de Córdoba, mis suegros, amigos de Pablo, vecinos, compañeros, los mozos del restorán y gente que no conozco. Me abrazan, dicen cosas que no entiendo, caminan en círculos entre las paredes de azulejos sucios. Pasa un perro y se sienta debajo de mi silla. La mochila sigue pegada en la espalda y el tapado me ahoga, tengo frío. Desde las puertas de terapia sale un médico.

—Tu marido está muy grave. Está en coma. Hacé de cuenta que su cuerpo fue una bolsa de papas que reventaron contra una pared. En las próximas cuarenta y ocho horas pueden aparecer lesiones graves en cualquier parte.

¿Cómo se sigue ahora? ¿Qué tengo que hacer? La irrefrenable soberbia me dice que puedo salvarlo. Tengo que llamar a los mejores médicos, tengo de quedarme al lado suyo, vigilar los monitores, tengo que preguntar todo, no se me puede pasar nada; tengo que respirar por él. Me agito pero el aire no sale, se queda trabado en el pecho que me pesa. No puedo hacer nada más que volver a casa. Es tan monstruosa la situación que por primera vez mis hijos dejan de ser prioridad.

En casa alguien pidió empanadas. Está toda la familia, como en los cumpleaños o como en los velorios. Pero no es un festejo ni un entierro, esta es “La Espera”, el limbo entre la vida y la muerte. La incertidumbre se instalará en casa como una visita indeseada.

Mis hijos me miran, esperan algo que no les puedo dar. Estamos los cuatro en el dormitorio, Justina que tiene seis, Ignacio nueve y Santiago doce. Apoyo la alianza de Pablo en la mesa de luz y les cuento que su papá está en el hospital.

—Se murió —dice Santi— y se apodera de la alianza, se la cuelga del cuello junto con la réplica barata de una tabla de surf.

Igna me pregunta si se va a curar y le digo que no sé. Es la primera vez que no tengo respuesta y esta será la peor parte de la historia: enterarme de que no puedo calmar la angustia de mis hijos.

—¿Quién me va a atar los cordones? —Pregunta la voz callada de Justi.

—Yo, hija.

—Vos no me hacés los moñitos parejos como papi.

Al día siguiente llego a la terapia sin dormir y la enfermera me dice que tengo que traer pañales y máquina de afeitar. ¿Pañales? ¡Si hasta la semana pasada Pablo ganaba un torneo de tenis! La información corre veloz por mi cerebro y no alcanza a ubicar el sentimiento adecuado. Tiemblo por dentro, el frío de la espalda empapa mi camisa.

Las enfermeras lo bañan, lo afeitan. La más buena le pone crema en los pies. Espero el parte hecha un hueco contra los azulejos. Pasan los residentes. Recibo dos partes al día; el de la mañana es más apurado. Hay un médico de mi edad muy lindo. Pienso que si Pablo se muere me gustaría que me diera la noticia él, así podría abrazarlo y sentir su perfume y acariciar un cuello entero.

El cuello de Pablo está detonado, tiene las vértebras cervicales lesionadas. Se viene la operación. Pero antes se necesitan miles de dadores de sangre y después tienen que pasar horas hasta que un cuerpo hecho pelota la asimile. La operación sale bien, pero me advierten que no le salvará la vida. Es una plaqueta de titanio que reemplaza las vértebras molidas. El neurocirujano que participó de la operación, es amigo del barrio. Me llama aparte y con los ojos brillosos me dice que espere lo peor, que si no se muere, el panorama es de una cuadriplejia.

—¡Qué carajo me decís! —Lo miro con los ojos inyectados. Una bola de fuego explota en mi garganta.

—Le vi la médula —me contesta como si con eso aclarara algo.

Sentada en el banco de la puerta del hospital repaso sus palabras. La tierra se abre y quiero caerme allí adentro, pero no puedo, tengo que seguir acá. Me levanto, miro el piso, por un momento pensé que se abría de verdad el suelo. Hago fuerza para llorar y caigo en la cuenta de que no lloré ni una vez. No puedo. El aire atorado en el pecho no se licúa, no se derrama. Estoy contenida adentro de mi escafandra.

El invierno se sucede entre el día del padre, la jura de la bandera de mi hijo de nueve, la lecto escritura de mi hija de seis y el de doce que no me cree que su papá está vivo. Acudo como puedo a la escuela, la gente me mira como si fuera una aparición, los más insensatos se acercan y me dan palabras de consuelo como si supieran lo que estoy pasando. Estoy diseccionada entre dos dimensiones, por un lado llega la imagen de la Virgen a casa, es más grande que mi living, Justi le pone la foto del padre y su muñeca. Y por el otro aparece el virus hospitalario que se mete como un demonio por el tubo del respirador. Pablo se infarta varias veces y se le suman la complicación en un pulmón, un coágulo en la cabeza y la infección en la herida de la operación. Se muere el chico de la cama de al lado, tenía diecinueve años. Se complica el cuadro del hombre que trabajaba en un taller de costura clandestino. Sentada en la sala de espera, con los codos sobre las piernas y las manos en la cara tenso los músculos, aprieto las mandíbulas hago fuerza para que Pablo no se muera.

El respirador como un tentáculo sale de la garganta y sigue hasta el aparato que gime como un fuelle. Está conectado artificialmente al oxígeno pero desconectado de esta vida. ¿Dónde estás, Pablo? La medicina lo mantiene con vida pero ¿puede salvarlo?

—Cambiá la cara. Él te siente, así que acá siempre con una sonrisa, mijita —me dice la señora que limpia la terapia—. Yo lavo todo con lavandina, ni una mosca entra, vos hacé lo tuyo. ¿Por qué no le traés música?

Al día siguiente llevo un discman con el CD de U2 y otro de Mozart. Los médicos me dicen que el coma no le permite escuchar pero la señora de la limpieza me guiña un ojo. Cuando le toque limpiar a ella, le va a poner los auriculares.

Mis días se dividen en dos: el parte de la mañana y el parte nocturno; de mis hijos se encargan mi mamá, mi cuñada y mi amiga. Cada noche paso por su casa, fumo no sé cuántos cigarrillos, tomo no sé cuántos vasos de agua y preparo la respuesta para mis hijos. No puedo darles buenas noticias, hay veces, como cuando costó sacarlo del infarto, que no sé qué decirles, pero su papá sigue vivo.

Pasan los días, llegamos al mes y un jueves suena el teléfono. Es el neurocirujano que me llama desde el hospital.

—Venite, Pablo está despierto.

El auto no arranca, me pido un taxi. En el trayecto al hospital miro por la ventana la gente que camina como si fuera un día más.

Entro corriendo. Me dejan pasar fuera de horario. Desde la puerta de la terapia lo veo sentado y despierto. Siento las lágrimas en mis mejillas. El pecho le queda grande a mi corazón que baila ahí adentro. Camino apurada hasta su cubículo. Le agarro la mano, le acaricio la cara, aún está conectado al respirador. Sonríe y mira sin entender qué hace ahí. Ahora puedo sacarme la escafandra, estoy preparada para la recuperación. Así como un mes atrás mi cuerpo se encerraba en una armadura hoy me siento con el privilegio de haber recibido un milagro. Contra todo pronóstico Pablo está vivo en cuerpo, mente y espíritu y yo soy una testigo de este regalo.

En una salita los médicos me explican que queda una hemiplejia del lado derecho y una secuela pulmonar. Mientras los oigo, leo un cartel pegado en la pared: “Después dicen que Dios los salvó”.

—¿Cómo se explica esta recuperación impensada? —Me seco los ojos.

—Con el ambo puesto no tengo explicación, sin el ambo te digo que fue un milagro. —Me responde uno de los médicos de espaldas al cartel.

Dos meses después Pablo vuelve a casa. Le acomodamos una cama ortopédica. Llega con la herida del cuello abierta, con treinta kilos por debajo de su peso, la cicatriz del respirador y los pañales.

—Nati, no sabés cuánto trabajé por volver —me dice con la voz entrecortada menos por la traqueotomía que por la emoción.

Pablo tiene la mirada de los dieciocho y los sentimientos a flor de piel. Los chicos se trepan a la cama, le dan de comer en la boca, se turnan para dormir con él. De a poco aprende a sentarse solo y deja los pañales. El día que apoya los pies en el suelo se larga a llorar.

—Nati, ojalá sintieras esta sensación.

Me dice que es todo como la primera vez, lo maravilla el contacto con el suelo, la luz del sol, las hojas de los árboles. Se queda mirando a las personas a los ojos largo rato. Cuando vuelve a caminar, salimos a dar vueltas por ahí. Me cuenta -ya con secuelas imperceptibles del accidente- los sueños que tuvo estando en coma y se le llenan los ojos de lágrimas. Cuando lea esta nota va a repetirme que no fueron sueños que fue un largo viaje que emprendió para volver.

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Natalia Brandi. Es escritora y coordina talleres literarios. Fue muy prolija en cuánto a lo que de ella se esperaba: se casó, tuvo hijos y una casa en los suburbios de La Plata. Pero nadie le advirtió que luego vendría la tarea expedicionaria de encontrar su propio lugar. Fue así como volvió a la pasión de la tímida niñez y se atrincheró en los libros, se reencontró con la escritura que la recibió como un amante olvidado. Publicó algunos cuentos en revistas literarias y dos novelas, “Puno” (ed. Nova, 2015) que celebra a su abuela, la narradora de la familia y “Murmullos en alguna ciudad” (ed. Mil Botellas, 2020) donde cuenta la irrupción del deseo en la vida anodina de una empleada pública.

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