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El Brasil de la nueva anormalidad

Crímenes contra la Humanidad; epidemia con resultado de muerte; infracción de medidas sanitarias; charlatanería médica e incitación al delito; prevaricación; malversación; falsificación de documentos públicos; uso irregular de dinero público y atentados contra la dignidad en el cargo.

Estos nueve u 11 cargos -según como se haga el recuento de las imputaciones- condensan las 1.178 páginas del informe preliminar elaborado por la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI), cuyos 11 senadores analizaron el comportamiento del presidente de Brasil, Jair Messias Bolsonaro frente a la pandemia de Covid-19.

El parlamentario Renán Calheiros, del Movimiento Democrático Brasileño (MDB) y quien presidía la Cámara Alta en tiempos del impeachment contra Dilma Rousseff, fue el relator del informe en cuyo borrador existían además las palabras genocidio u homicidio, que luego fueron suprimidas por falta de consenso, según detalla un informe de la BBC.

Las imputaciones contra el excéntrico mandatario de ultraderecha se elaboraron al cabo de más de medio año de trabajo y recopilaciones de documentos, testimonios, declaraciones y repetidas actitudes del propio gobernante en medio de una emergencia sanitaria que ya costó la vida de más de 605 mil brasileños y registró 21,7 millones de contagiados.

La “gripezinha” a la que según Bolsonaro no había que prestar demasiada atención, pero sobre todo su desdén por las medidas básicas para prevenir los contagios y la diseminación del virus, como uso de barbijos y distanciamiento social, convirtieron a Brasil en el segundo país con más muertes por coronavirus en el mundo, después de Estados Unidos, que ya registró 735 mil decesos. Y si se computan las víctimas fatales por cada millón de habitantes, el gigante sudamericano desplaza a los estadounidenses de un sitial nada honroso.

Lo malo conocido

El contundente informe de la CPI no hizo más que recopilar una interminable cadena de despropósitos de quien, en los momentos más dramáticos de la pandemia, pedía a la gente que dejara de “lloriquear”, insistía en reivindicar “remedios” como la cloroquina (para cuya compra y producción destinó grandes partidas de dinero), o aseguraba que el brasileño no se contagiaría de Covid porque estaba acostumbrado a sumergirse en los desagües.

También dio cuenta de los mensajes y acciones de Bolsonaro en desmedro de las medidas de aislamiento o restricciones adoptadas por gobernadores federales para bajar contagios y letalidad, a los que respondía convocando a caravanas de motoqueros, desafiaba con irrupciones en playas o espacios públicos colmados por seguidores o incluso, últimamente, indicando que no se vacunó ni habrá de vacunarse.

Más allá de la fragilidad formal de algunos cargos formulados o las discusiones argumentativas en torno al caso, lo aportado y documentado por la CPI contiene material suficiente como para que el procurador general, Augusto Aras, eleve las actuaciones al Supremo Tribunal Federal (STF). Pero no está claro si el fiscal, nombrado por Bolsonaro hace dos años y confirmado por éste en agosto pasado hasta 2023, hará prosperar la causa.

Las denuncias de la Comisión Parlamentaria bastarían también para introducir el enésimo pedido de impeachment contra el actual jefe de Estado, aunque el destino de esa iniciativa corra quizá la misma suerte de más de 130 reclamos similares a los que el actual presidente de la Cámara Baja, Arthur Lira, exponente de la bancada de aliados que sostienen a Bolsonaro en el poder, ha cajoneado sistemáticamente. Por si Aras o Lira siguen blindando al mandatario, la Orden de Abogados de Brasil (OAB) estudia llevar demandas directamente al STF.

Mientras tanto, el propio Calheiros ha afirmado la intención de acudir a instancias judiciales fuera de Brasil, como la Corte Penal Internacional de La Haya, adonde ya llegaron demandas de la Articulación de los Pueblos Indígenas (Apib) y de un par de ONGs internacionales que acusan al presidente de genocidio.

Los fallos de cortes internacionales podrían tener escasa o nula incidencia interna, pero el impacto político es impredecible en un momento en que la  economía de Brasil también padece los efectos colaterales del Covid-19.

Impopularidades

Según una encuesta recogida por France 24, Bolsonaro acumulaba semanas atrás un rechazo de más del 65 por ciento y, aunque conservaba un núcleo duro de seguidores cercano al 15 por ciento, su intención de voto era inferior al 30 por ciento. Otro sondeo de Ipsos indicó que la imagen negativa del presidente de Brasil llega al 82 por ciento y pelea en el ranking de impopularidad con su par venezolano, Nicolás Maduro.

A poco menos de un año de las presidenciales de 2022, los números no le cierran al gobernante en varios frentes y, tal vez por ello, trata de disimular encuestas con su verborragia. Aunque aquí las contradicciones también le juegan una mala pasada.

En una reunión con líderes evangélicos, parte de sus incondicionales aún, Bolsonaro “confesó” que se encierra en el baño a llorar sin que lo vea su esposa, la que –según afirmó- lo sigue considerando el más “macho”. No faltaron los memes que recordaron cuando el presidente definió como “maricas” a quienes “lloriqueaban” pidiendo medidas preventivas y respuestas sanitarias frente a la pandemia.

Otro día, el ex capitán del ejército devenido a gobernante del país más poblado e influyente de Latinoamérica dijo: “Yo ya tengo ganas de privatizar Petrobras, voy a ver con el equipo económico qué podemos hacer…”. Más allá de lo que pareció ser un guiño al establishment empresario y financiero que aún lo sostiene e hizo subir la bolsa, lo cierto es que una medida así no pasa solo por el deseo o los humores de un gobernante de turno, sino que en Brasil debería ser objeto de discusión en el Congreso, que no le daría cabida.

En las últimas horas, Bolsonaro decidió apartarse de los techos impuestos en 2017 por el impopular Michel Temer en materia de austeridad fiscal, con la mira puesta en ampliar ayudas sociales. Esto provocó la salida de cuatro funcionarios del área de Economía, cuyo ministro es el ultraliberal Paulo Guedes, cada vez más cuestionado por la suba de precios de combustibles y alimentos, entre otros rubros.

Por cada paso que da en un sentido para congraciarse con algún sector que en 2018 le dio su apoyo y lo convirtió en presidente, Bolsonaro tropieza con las exigencias de quienes, en las antípodas, también lo respaldaron. Su discurso negacionista, reconvertido en alegato antivacunas, fue aplaudido por cultores de ideas extremas, pero privó al gobernante de asistir como espectador a un partido de fútbol del Brasileirao por no estar inmunizado.

Y en medio de ese clima, las marchas y protestas de quienes siempre rechazaron su estilo autoritario y antidemocrático se hacen cada vez más visibles y numerosas.

Acaso una buena parte de los brasileños se sientan hoy representados por alguien como Caetano Veloso, voz autorizada a la hora de interpretar sentimientos, quien en una entrevista con la agencia de noticias AFP afirmó: “Todos los temas importantes están siendo muy mal dirigidos por el gobierno. Las políticas con la Amazonia son las más abominables de las muchas que están haciendo con la educación, la cultura y la ciencia. Lo único que parece peor que la política medioambiental es su actitud ante la pandemia del Covid-19”.

La realidad de su gobierno parece jaquear a Bolsonaro y su obsesión por la reelección de cara a octubre de 2022. Pero para quien se animó a hacer pasear los tanques por la Explanada de los Ministerios de Brasilia como mensaje intimidatorio hacia el Parlamento y el máximo tribunal del país, con quienes mantiene una pulseada, sentirse “acorralado” puede disparar nuevas y peligrosas escaladas.

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