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Mundos íntimos. Hace años sufro insomnio: una vez, dormido, choqué. Mi gran pregunta es cómo se adapta uno a la oscuridad.

Hace años que duermo mal. Y cuando escribo años me refiero a casi doce años. Desde junio del 2009, llevo la cuenta. Dormir mal es dormir poco, de a ratos, cambiar de pose, probar boca abajo, boca arriba, con el hombro, cualquiera de ellos, contra el colchón, con la cabeza entre la almohada como si fuera un sándwich. Dormir mal.

Ya probé con todo: pastillas (¡las dormidinas!), yoga, vino, leche tibia, aceites, sahumerio, terapia (poca), puedo seguir. Pero no hay caso, me cuesta dormir. Es algo con lo que cargo y no le encuentro la vuelta. Hay temporadas en las que estoy mejor, en las que puedo dormir unas horas de corrido, incluso hay veces, pocas veces, en las que me acuerdo de un sueño. Pero por lo general me cuesta dormir. Es así: me acuesto en la cama y tengo un sensor interno que hace que sepa perfectamente si esa noche voy a dormir algo, poco, o nada.

Lo peor es cuando no duermo nada porque siento que nunca se acaba, que lo que empezó en la cama no termina ahí. Es decir, el insomnio arranca ahí pero se sufre al día siguiente. El día siguiente es un calvario. El cuerpo me pesa, arrastro las piernas, tengo mal humor. Lo único que quiero es lo que no puedo: dormir.

En Madrid. Fue allí donde Manuel Álvarez, por primera vez, empezó con problemas para dormir.

Decía lo de junio del 2009 porque me acuerdo que cuando me pasó por primera vez vivía en Madrid. Estuve tres noches sin dormir. Llegaba el momento de irme a la cama y no había manera de mantener los ojos cerrados –a veces pienso mis párpados como esas persianas que se traban arriba–, de bajar las revoluciones de la cabeza. ¿En qué pensaba? No me acuerdo, solo me acuerdo del hecho concreto: ahí empecé a dormir mal.

Ya en Buenos Aires, al año siguiente, me hice el estudio del sueño. Me acuerdo de entrar al Fleni con mi mochila sin entender nada, asustado, ya sé, por lo general se entra al hospital asustado –por uno o por el de al lado–. Creo que los hospitales asustan porque cuando se entra a un hospital nunca se sale igual, es como si te sacaran algo y no te lo devolvieran a la salida.

Pero el mío era un miedo doble, estaba ese miedo, pero también tenía otro, digo, no me estaba yendo a ver la rodilla, se iban a meter en mi cabeza, eso me daba pánico; lo mío, pensaba, era algo insondable, ¿qué iban a ver? Además, sentía que algo no estaba bien: ¿quién va a dormir a un hospital?

La cuestión es que me llevaron a una habitación especial que parecía la de un hotel tres estrellas. Un médico joven con nariz de boxeador me explicó que iban a chequear cómo funcionaba el cuerpo mientras dormía: el aire que entra y sale de los pulmones mientras uno respira, el nivel de oxígeno en sangre, las ondas cerebrales, el movimiento corporal. Y el movimiento de los ojos, dijo. Me acuerdo que mientras asentía a lo que me decía me quedé con esa última parte: el movimiento de los ojos, como si los ojos estuvieran escindidos del cuerpo.

Después de que me explicara todo eso me fui a cambiar y cuando volví en pijama el médico me dijo que me acostara en la cama y me puso los electrodos en todas partes: el pelo, los párpados, el pecho, las piernas. Los electrodos salían de unos cables largos, incómodos, que me cruzaban el cuerpo. Me sentía un electrodoméstico. Cuando terminó agregó una especie del clip rojo en un dedo. Lo último, dijo. Y en ese momento pensé que iba a ser imposible dormir así. El médico me debe haber visto la cara porque enseguida me dijo que con esto iban a entender las razones por las que no podía dormir bien. Te va a ayudar a conciliar el sueño, dijo, y antes de salir apagó la luz.

Esa noche –mi sensor interno me lo había alertado antes– dormí pésimo. De hecho, cuando abrí los ojos sentí que no había dormido nada. Estaba equivocado. Los estudios demostraban que, alternadamente, había dormido más de tres horas. El médico me mostró los resultados, me habló de índices, me dijo que la frecuencia cardíaca era normal y que el nivel de oxígeno estaba también dentro de los parámetros normales. Después sacó un gráfico que comparaba el número total de minutos dormido con la cantidad de minutos pasados en la cama sin dormir. Fíjate como ganan estos, dijo. Lo que tenés es muy baja eficiencia del sueño.

Ese médico fue el que, entre otras cosas, me recomendó el vaso de leche tibia. También me dijo que era muy chico para darme pastillas. Seguí sus recomendaciones y al principio mejoré, pero duró poco y después sí empecé a tomar pastillas para inducir el sueño (en términos médicos: para tener mejor eficiencia en el sueño). Eso me obsesiona, no lo entiendo: querer hundirme en el sueño y no poder hundirme en el sueño.

El horror de ser y seguir siendo, de desear y ser descubierto deseando. Creo que cuando soñamos somos otra cosa y, de alguna manera, los insomnes nos sentimos culpables por enfrentarnos a la inmensidad de la noche y seguir siendo nosotros, sin la ilusión que nos da el sueño.

Me hice más estudios; de hecho, hasta fui a una neuróloga que me recomendó no mirar el celular en la cama. No cambió nada, seguí igual, es decir, durmiendo mal. Cada año dormía un poco menos, llegó un punto en el que el mejor lugar donde dormía era en el transporte público.

Me metía en el subte para ir a laburar y me quedaba automáticamente dormido los quince, veinte minutos que tenía hasta Congreso de Tucumán. Como iba a contramano de la gente, siempre tenía lugar para sentarme, apoyar la cabeza y dormir. Ahí no había problema porque me bajaba en la última estación, lo complicado era cuando viajaba en bondi porque siempre me pasaba de mi parada y terminaba en otra parte. Ahora, cuando llegaba la noche y me iba a la cama, nada. No había manera.

Hubo un momento en el que las pastillas, cualquiera de ellas, dejaron de hacerme efecto. Al principio me tomaba una, después una y media, después dos. Solo para conseguir tres, cuatro horas durmiendo de corrido y mal. Porque ese es otro tema: si cuando estaba en la cama llegaba a dormirme, el mínimo ruido me despertaba. Podía ser una voz en la calle, el agua corriendo, una mosca dando vueltas en el aire. Dicen que el sueño cierra los sentidos, pero pensaba que ellos, como yo, dormían mal.

Entonces me lo pregunté mil veces: ¿por qué? No le encontraba ninguna razón: no había antecedentes familiares, de salud estaba bien (la presión un poco alta para la edad, no mucho más), era joven, no tenía, o al menos no creía tener, ningún trauma. En fin, era realmente un misterio. Llegué incluso a pensar en diferentes teorías que fui descartando a medida que aparecían: una maldición, un golpe en la cabeza del que no tuviera recuerdo, el miedo a la oscuridad infantil.

En un momento dado, no me acuerdo por qué, ni con cuál, empecé a leer en esas horas muertas de la noche (este paréntesis sirve para decir que siempre me impresionó que dormir sea anagrama de “dmorir”). La estrategia en ese momento era reforzar el efecto de las pastillas con los libros. Debo haber arrancado con uno pesado buscando que me indujera rápidamente el sueño, algo que no pasó. De esto hace casi diez años. Y, sin darme cuenta, surgió el hábito de leer de noche, que imagino como nadar de noche: las páginas son como el agua, se funden en el cuerpo.

Desde entonces intento ir a la cama con un libro porque, aunque sé que es algo que no va a ocurrir rápidamente, también sé que en algún momento va a hacer efecto. Pueden pasar dos horas, pero en algún momento voy a dormir algo. Eso es lo que negocié con la noche. Miento, en realidad, hace más de cuatro años –más o menos para el tiempo en que dejé de tomar pastillas–, que, cuando no puedo dormir, me levanto de la cama y me voy a leer al sillón para no molestar a Luciana, mi novia, con la luz.

Ya lo dijo Al Alvarez: solo hay dos recursos para hacer tolerable la noche: la iluminación artificial o el sueño. En mi caso la falta del segundo me lleva al primero.

Así es como me levanto despacio, busco algún libro en la biblioteca, acerco un poco la lámpara de piso y me tiro en el sillón a leer en las horas en las que todos, o casi todos, sueñan. Acá también cambio de pose: pruebo boca abajo, boca arriba, con el hombro, cualquiera de ellos, contra el sillón. Y leo.

El año pasado, en una de esas noches imposibles, leí “Insomnio”, de Marina Benjamin, un libro que compré por el título, que me llamaba a mí y a todos los que forman parte del congreso de los insomnes, como dice el poema de Charles Simic. Ahí Benjamin escribe sobre el padecimiento del insomnio y sobre cómo sobrellevarlo con la escritura, porque, sí, al no poder dormir, escribe.

Pero “Insomnio” no se queda en el problema y sus consecuencias, o en la ostentación de una deficiencia, sino que le busca la vuelta, quiere desentrañar el misterio, va en busca de la ballena blanca (en este caso negra). Pienso que a mí me pasa lo mismo que a ella: cuando no puedo dormir me paso de revoluciones, se me prende fuego la cabeza, que está insólitamente activa con el cuerpo en reposo. ¿Cómo se apaga el fuego? ¿Cómo se adapta uno a la oscuridad? Eso es lo que intenta responder en el libro, hacer las paces con la incertidumbre, dar vuelta el sufrimiento, que la noche se convierta en una oportunidad. Por eso escribe: para drenar el poder del insomnio. Por eso mismo leo.

Unos meses antes de empezar a dormir mal, choqué en la Illia, kilómetro 3,5 –imposible olvidarme–, por quedarme dormido. Había salido de trabajar y me había ido derecho a tomar algo a lo de una novia y cuando volvía, a eso de la una de la mañana, empecé a cabecear al volante, estaba liquidado.

Me acuerdo ver las luces del peaje. Mi cabeza debe haber pensado “ya está, llegaste”, porque cerré los ojos y me quedé dormido. ¿Cuánto? Menos de dos segundos. Porque cuando abrí los ojos ya tenía el guardarrail encima y no pude hacer mucho para evitar el golpe; es decir, intenté evitarlo, metí un volantazo para la derecha, pero lo golpeé igual y el auto empezó a dar vueltas hasta cruzar la avenida del otro lado y quedarse ahí.

Estuve consciente en todo momento por lo cual el susto, claramente, fue mayor. Cuando el auto finalmente dejó de dar vueltas, con el airbag desplegado, logré sacarme el cinturón de seguridad y salir por lo que quedaba de puerta. Me dolía un poco el brazo y sobre todo el pecho, por el golpe del primer impacto y también, ahora me doy cuenta, por la angustia del momento. Nada más. Me alejé unos pasos del auto porque vi que caía aceite y creí que iba a explotar, esto lo debo haber sacado de alguna “Arma Mortal”.

Miré alrededor. No había nadie, no pasaban autos. Estaba solo en el costado de la autopista, inmensa, en el medio de la noche. Era una noche hermosa, Buenos Aires de noche, desde arriba, es otra cosa. Volví a ver la Mitsubishi, que había quedado destrozada, sin entender nada. Enseguida apareció un tipo corriendo desde el peaje. ¿Flaco estás bien?, me preguntó. Sí, sí, le dije. Qué palo te pegaste, dijo, y su cara pareció decir: cómo zafaste, hermano.

Mucho años después, no hace tanto, hablando con Luciana sobre este incidente, me miró y me dijo: claro, por eso no dormís bien: para no volver a chocar. Nunca lo había pensado así, parece una estupidez pero nunca había asociado un hecho con el otro. No sé si tiene razón, pero tiene lógica. Lo que sí sé es que desde que estamos juntos duermo mejor.

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Manuel Álvarez. Nació en la ciudad de Buenos Aires en octubre de 1986, unos meses después del Mundial. Estudió la carrera de Derecho y, desde hace un tiempo, escribe. Actualmente forma parte de la editorial Marciana, brinda su taller literario “Un día en la vida” y publica diversos textos para revistas de Argentina, México y España. Ha participado en antologías de cuentos tanto en Buenos Aires como en Madrid. Su novela “A ninguna parte” (Bärenhaus) fue publicada en agosto del 2019 y seleccionada para participar en el festival de Semana Negra de Gijón 2020. En este momento se encuentra terminando de editar un libro de cuentos y una nueva novela que, si el viento sopla a favor, espera publicar el año que viene.

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